jueves, 7 de agosto de 2014

Big Apple

La camarera se puso a bailar justo delante nuestra y los disparos eran de mermelada. Así recibimos a la Gran Manzana, con un primer bocado directo al corazón. No paré de escuchar ni un sólo segundo el fervor de los aires acondicionado que intentaban sofocar aquél majestuoso calor del verano del 2008. Mientras, pasamos no menos de diez noches hablando de todo y de nada y el tiempo iba corriendo o a gatas según el equilibrio de los versos o las peculiaridades de la senda conversatoria. Luego apagábamos la luz y nos despedíamos hasta mañana, hasta hoy, hasta dentro de un rato. Yo me despertaba al rato, ansioso por todo, y encendía la TV, esperando que la tensión que la CNN desparramaba compensara un poco la mía. Así nos fuimos quedando con la copla del otro, justo llegó ese momento cuando tuvimos que marchar, como casi siempre pasa. La miel aún más fundida corría edificios abajo y el Empire se asomaba vergonzoso por las avenidas que tienen amistad con la fría brisa, una amistad muy parecida a la nuestra: rápida y perversa. El año que viene no nos volveremos a ver, porque el viajero nunca repite lugar, pero la alegría del recuerdo siempre puede con la añoranza del qué pudo ser.




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